miércoles, 3 de octubre de 2007

Justicia Divina


Al parecer, después del texto anterior, Don Jeshu me anda persiguiendo. No le bastó con haber movido los hilos para que me pusieran en un colegio católico, ni con mandar a su ejercito caminante de niños gringos a tocar el timbre una vez al mes. No quedó contento con hacer que casi todos mis ramos generales obligatorios tuvieran que ver con religión, ni con transformar la Universidad en Pontificia un año antes de que yo entrara. Incluso me excluyó de una hermosa foto con mi generación del colegio cuando decidí no confirmamrme.

Sus esfuerzos esta vez han llegado demasiado lejos. No es que se me haya aparecido o me haya hablado, ni que tenga estigmas en alguna parte del cuerpo, aunque siempre hay algún rasguño que no sé de donde salió. Les hablo simplemente de “Justicia Divina”. Sí, esa extraña y misteriosa forma que tiene el universo de demostrarnos que hay algo más fuera de nuestro entendimiento; que existe alguien que nos está mirando y de repente, luego de muchas desilusiones y problemas varios, nos pega una palmadita en la espalda.

Todo empezó el viernes pasado (28 de septiembre) cuando otra noche de amigos y cervezas comenzaba. Partimos en una casa, como es costumbre, y ante la inminente llegada de la fuerza pública a razón de los “ruidos molestos”, decidimos emigrar hacia algún local de perdiciones y perversiones (Journal fue el elegido). Cuando veníamos de vuelta a la casa, a eso de las cinco y media, al pasar por el servi-centro de 6 Norte con San Martín, recordé que no teníamos cigarros y decidí gastar las últimas monedas en tan importante insumo.

La verdad es que siempre he tratado de ser un tipo simpático. No veo razón alguna de andar repartiendo odiosidad por la vida, por lo que trato de aislarme cuando ésta me inunda. Esta forma de ver la vida es directamente proporcional a la cantidad de alcohol que tenga en la sangre. En otras palabras, con unos copetes me pongo más simpaticón. Me dan ganas de arreglar el mundo, me sale el bailarín que tengo dentro, me sacudo las inhibiciones y me dan ganas de conversar con medio Chile, incluso con aquellos que, en la totalidad de mis capacidades mentales, no me llaman mucho la atención o no se ha dado oportunidad de conversar un poco más (también se me achinan más los ojos, se me traba la lengua y caminar se vuelve un desafío).

¿Por qué les cuento esto? Porque la historia sobre la “Justicia Divina” continua. Al llegar al servi-centro, un hombre de unos 27 o 29 años (ojo que es una estimación realizada a las 5 y media de la mañana de un viernes bien carreteado) venía saliendo. Al ver que se sube a una scooter (¿quién anda en moto a esa hora?) nace toda mi buena, motivada por lo que ya les expliqué en el párrafo anterior y le digo: “Oh!! Que linda la moto, yo también tengo una pero me da miedo sacarla”. Es verdad que tengo una, se la regalamos a mi madre cuando cumplió cincuenta años ya que era el sueño de su vida, pero nunca se ha atrevido a sacarla y, obviamente, yo tampoco, aunque alguna vueltecita me he pegado.

El tipo, muy “simpáticamente” me responde poniéndose el casco: “a mi no me da miedo… ¡maricón!" Ante tan cariñosa respuesta mi única opción fue guardar la buena onda para otra circunstancia y encaminarme hacia la puerta del servi-centro. No hubo un haz de luz, ni una paloma blanca, tampoco se apareció el Espíritu Santo ni se abrieron las aguas, simplemente fue un fuerte ruido el que me hizo mirar rápidamente hacia afuera.

¿Qué había pasado? Simplemente “Justicia Divina”, soberbia castigada, un escupitajo disparado hacia las nubes que cayó directamente en la cara. El tipo había partido raudo luego de su memorable frase, golpeó la vereda y terminó arrastrándose por el pavimento de la calle San Martín. La moto quedó desparramada a un costado y él, maltrecho y con algunos rastros de sangre, se paró rápidamente, se subió a la mato y siguió su camino, probablemente muy avergonzado. ¿Se habrá arrepentido de haberme dicho lo que dijo? No lo sé. Sin embargo, luego de algunos segundos de preocupación y después de verlo reincorporarse sin mayores problemas, una enorme y casi culposa satisfacción me inundó completamente.

Aunque no le hice nada, me sentí culpable por su vergonzoso accidente. No es que lo haya pedido o que tuviera ansias de venganza, pero no puedo negar lo bien que se sintió la situación luego del “a mi no me da miedo, maricón”. Mientras el servi-centro se inundaba de risas (todos habían escuchado la frase para el bronce que me regaló), yo sentía un poco de lástima por el motoquero petulante.

Para ser sincero, la tesis de la “Justicia Divina” no es lo que más me convence en este caso, principalmente por mi increíble incapacidad de confiar en esa clase de cuentos. Prefiero pensar que el hombre es preso de sus palabras y que la arrogancia sólo demuestra lo débiles y ridículos que podemos llegar a ser. Aunque aún guardo mis dudas, ya que luego del episodio del accidente, seguimos nuestro camino a la casa y jugando con una botella y una amiga, mientras nos seguíamos riendo del pobre tarado de la moto, yo también me caí. ¿Justicia Divina?