viernes, 23 de octubre de 2009

Sánese usted mismo

Si usted tuviera que entregar algún panfleto o papel cualquiera en la calle, yo sería su persona favorita. No tengo explicación y no merece gran análisis, pero caminar por la calle es sinónimo de llenarme los bolsillos de basura. Y no lo digo con desprecio. Simplemente, debido a la experiencia y a la costumbre de leerlos todos, he llegado a la conclusión de que jamás he recibido alguno que despierte mi interés.

Agarro los "flyers" que anuncian ventas inmobiliarias con una prestancia que me llega a dar risa. Como si de verdad fuese a considerar la opción de comprarme un departamento con spa, piscina, gimnasio y una vista maravillosa a otro edificio aún más alto, con spa, piscina, gimnasio y vista al mar. Más gracioso es que esos "flyers" sólo los recibo cuando ando en auto y el semáforo detiene la carrera. "Este es tan estúpido que si se endeudó en un auto, capaz que nos compre el departamento", deben pensar las mentes detrás de ese papel. No saben que soy inmune, que vivo con mis viejos, que le tengo fobia a las tarjetas de crédito, que el auto no es mío y que mis bolsillos no tienen nada más que papeles.

Y qué decir del que titulaba "compra y venta de oro". Cuando llegué a la conclusión (unas tres cuadras después) de que tenía que matar a mi hermana para poder vender las joyas de mi madre sin algún problema legal, decidí botarlo a la basura.

El día en que me dieron uno de un preuniversitario gratis pensé en que debería buscar a alguien que entregara unos de un postuniversitario, que dada las circunstancias actuales de los acontecimientos en mi vida, me sería de mucha más utilidad. Lo volteé con la esperanza de encontrar algo, pero el otro lado no era más que un rectángulo blanco. Creí por un décima de segundo ver escrito "imbécil" en medio de tanta blancura, pero sólo fue producto de mi imaginación/conciencia.

Hace dos días, mientras buscaba un dirección en Condell, llegó a mis manos un panfleto que decía Gnosis, asociación cultural de estudios Gnósticos. Mientras subía la escalera del edificio donde iba en busca de un escritor, leía a la reversa del papel: "Te invitamos a que participes de un curso gratuito, donde aprenderás a descubrir la raíz interna de ese mal que agobia la vida de muchas personas y de esta forma podrás tener la herramienta para enfrentarlas, para que junto con los preparados farmacéuticos puedan dar un resultado feliz".

Terminaba de leer el panfleto mientras ponía el pie en el último escalón cuando el tipo de la caseta de informaciones interrumpe su conversación con el conserje y se dirige a mí.

-La charla es por ahí muchacho, a tu derecha, entra no más. Ya empezó- me dijo mirándome la mano.

-No vengo por eso, ando buscando a alguien de la Asociación de escritores de Valparaíso- le dije con un tono un tanto ofendido.

-Ah, es que te vi que venías con el papel en la mano, entonces pensé que venías a la charla. Hay un señor de los escritores que está haciendo una clase, si quieres lo esperas, pero termina entre las seis y las siete y media.
Eran las cinco de la tarde y no tenía nada en mente para rellenar una hora y media así que me quedé ahí, apoyado sobre la baranda, escuchando a The Animals y tratando de adivinar si las personas que oía subir la escalera eran hombres o mujeres. Más de la mitad de la gente que llegaba entraba a la charla de Gnosis, mientras que los colegiales subían al tercer piso para sus clases de preuniversitario y uno que otro hablaba con el tipo de informaciones.

Ya me dolían los pies de tanto caminar y estar parado apoyado en la baranda y no se veía ni una silla cerca, así que me asomé a la charla y sin darme cuenta ya estaba sentado, descansando feliz y escuchando a un tipo con serios problemas de vitiligo. Habían cerca de 40 personas, de todas las edades. Todos atentos y pendientes de las palabras del hombre manchado.

-¿Cuáles son sus problemas? ¿Cuál es el tuyo?- dijo mirando un pelado.

-Tengo artritis- le dijo mientras levantaba sus manos.

-¿Y el suyo?- le preguntó a una señora sobre alimentada.

-Sufro de jaquecas horribles- le dijo con voz de sufrimiento.

-¿Y el suyo caballero?- y me quedó mirando mientras yo pensaba que la barba me hace ver más viejo y que un tipo con vitiligo no es la persona ideal para hablar de alguna técnica extraña de sanación- los pies, me duelen los pies- le dije y me reí para adentro.

-Todos sus problemas pueden ser erradicados si conocemos la fuente que los provoca y esa fuente está dentro de ustedes, es el motor de su cuerpo y su mente y con los conocimientos de Gnosis ustedes pueden estar en control de ese motor y ser sanados por su propia fe y voluntad. Porque ese motor hermanos (ahí supe dónde iba a terminar esto), es Dios.

Fue sin duda un milagro. Mi dolor de pies desapareció inmediatamente y de un salto volví a estar de pie junto a la baranda en el hall del edificio de Condell y esperé una hora al escritor.

Prometo que nunca más recojo papeles en la calle.






lunes, 19 de octubre de 2009

Las azoteas de Buenos Aires IV: Uno, dos, tres... ¡Gira!


Claramente mi cercanía con la muerte no era fundada. Mi situación real no era en lo absoluto a como la había imaginado mientras gritaba por ayuda y todo se debía a mis amigos, que son excelentes, pero poco criteriosos.

Para explicar el por qué Nicolás me dijo que girara hay que contar lo que pasó la noche anterior, o lo que recuerdo de ella. Ya llevábamos más de una semana en Buenos Aires y teníamos una buena relación con toda la gente del hostal, en su mayoría extranjeros. Nos quedaban pocos días y sabíamos que cada noche había que aprovecharla como si fuera la última. Y así lo hicimos. Nos levantamos tarde, como todos los días. Almorzamos pizza y cerveza, como todos los días. Nos bañamos tarde y nos preparamos para salir de carrete… como todos los días.

No recuerdo donde fuimos esa noche, pero las posibilidades no son amplias. Lo medular es que terminamos en la azotea del hostal y fue, probablemente, la mejor noche de todas. El hostal estaba lleno de europeos y gringos, por lo que me dio la impresión de que éramos la atracción del momento, aunque nosotros nos sintiéramos igual de extranjeros que ellos. Todos conversaban dispersados por el techo. Algunos en francés, otros en inglés o portugués y luego, alcohol de por medio, todos hablábamos el idioma universal.

Felipe y Nicolás se preocupaban de cultivar sus encantos con gringas, alemanas, argentinas, peruanas, guatemaltecas e irlandesas con el idioma internacional de la conquista, porque de inglés, poco y nada. Por otro lado, Rafael ya había tocado todo su repertorio de música latinoamericana con mi guitarra, que fue el sexto pasajero de ese viaje, y que terminó con una cuerda cortada luego de que un francés medio homo tratara de tocarnos una canción de despedida y nos besara en la frente mientras dormíamos. Después de la cuarta versión de La Fiesta de San Benito, que emocionaba a nuestro compañero de cuarto italiano hasta las lágrimas, el repertorio apuntaba a algo más conocido y global, como Creep de Radiohead.

Ahí me di cuenta que nos sabíamos mejor la letra nosotros que los gringos, pero por lo menos podíamos cantar todos juntos. Entre la multitud también estaba David Bowie. Así le decíamos al inglés alto, flaco y rubio que vivía en el altillo del hostal hace meses y que tenía una pinta de asesino en serie inconfundible. Algunas noche antes se había ganado un corte en la ceja al recibir un puñetazo de un gringo que defendió a su conquista de esa noche, luego de que Bowie se pusiera a discutir con ella sobre quizá qué tema y terminara su discurso con un escupo en pleno rostro de la linda gringa. Por eso, esa noche Bowie andaba callado y tranquilito.

Felipe había invitado a una guatemalteca y su amiga peruana a carretear en la terraza ese día. Las había conocido en el Kilkenny. Mientras tanto, Javier y yo le hacíamos los coros a Rafa, guitarreábamos de vez en cuando, conversábamos con algún otro viajero, nos llenábamos de Quilmes o nos reíamos de Nicolás mientras le preguntaba a un israelí con pinta de cadáver de mendigo si en su país había comida. Y así transcurrió esa noche, entre conversaciones intrascendentes, cerveza en cantidades industriales, cigarros exageradamente fuertes, canciones trilladas, intentos de conquistas fallidos y otros más exitosos. En fin, pura buena onda. García-Canclini habría estado orgulloso de nosotros. Eso fue pura hibridación cultural.

La noche ya dejaba de serlo y todo se tornaba de un color azulino cuando la gente comenzó a marcharse, ya fuera a sus piezas o a sus casas, como la conquista centroamericana de Felipe o Xavier, el francés medio homo que hablaba como español y que carreteaba todos los días en el hostal, aunque no se alojara ahí. Lo último que recuerdo de ese día fue ver a Javier declinar de la fiesta por sentirse mal, luego de insistirle en que se fumara un cigarro conmigo (Javier no fuma).

Luego de todo esto desperté al día siguiente en un hoyo que no era hoyo. La verdad es que me quedé dormido en el techo y no supe más de mí hasta que abrí los ojos y no me podía mover.

-¡Toño! ¡Toño! ¡Tranquilo!- me dijo Nicolás- Tranquilo, yo te saco, pero cuando cuente tres tú giras.

-Uno, dos, tres- dijo Nicolás mientras yo contaba mentalmente.

Por mi estado y el de mis amigos, bajarme por la estrecha escalera que unía el segundo piso con la azotea era una tarea imposible, por lo que no se les ocurrió nada mejor que acostarme sobre una alfombra que había debajo de los sillones de la azotea y enrollarme para que el rocío no me mojara y no me resfriara. Estaba enrollado en una alfombra, según mis amigos, el lugar más seguro bajo esas circunstancias.

Sin duda será un viaje que no olvidaremos… o que recordaremos para siempre… lo que podemos recordar.

jueves, 1 de octubre de 2009

Las azoteas de Buenos Aires III : El accidente


Desperté y tuve dos sensaciones inmediatas. La primera, ya familiar, era un dolor de cabeza estratosférico, por lo que me dediqué inmediatamente a reconstruir mentalmente la noche anterior. Mientras estaba en eso, la segunda sensación se hizo patente. Luego de algunos intentos de incorporarme a la verticalidad, me di cuenta que no me podía mover. Mis brazos, pegados a los costados, sólo podían hacer un pequeño movimiento de hombros y mis piernas, estiradas a toda su extensión, estaban apretadísimas.

Toda esta cavilación debe haber durado una décima de segundo, pero cuando abrí los ojos el panorama se puso mucho más negro, literalmente. Todo estaba oscuro, oscuro como la noche sin luna, oscuro como la boca del lobo. Traté de mirar hacia abajo (no podía moverme mucho) y no veía nada, aunque sabía y sentía que mis pies estaban ahí. El terror me entró cuando logré mirar hacia arriba, porque alrededor de un metro sobre m cabeza se veía un haz de luz. Tragué saliva y seguí intentando resolver mi situación surrealista.

Escuchaba ruido de calle: buses, autos, bocinas, gente y toda esa melodía asfáltica, pero era extraño, como si estuviese dentro de una caja. Y cuando me percaté de esos ruidos sordos fue cuando llegué a mi conclusión terrorífica. Era lógico y todo calzaba: no me podía mover, mis pies apuntaban hacia la oscuridad y mi cabeza hacia la luz, escuchaba un ruido sordo y lo más importante, después de esa noche, cualquier cosa era posible.

¡Mierda! Me caí a un hoyo, esto me pasa por borracho. No tomo más en mi vida. ¿Me habré quebrado algo? No, estoy bien, no me duele nada, sin contar la cabeza y la garganta, pero eso es culpa del cigarro. ¿Y los demás? ¿Sabrán donde estoy? ¿Tendrán sus propios hoyos también? ¿Alguien vendrá a sacarme? ¿Cómo cresta me caí a un hoyo? Me voy a morir en otro país. Por lo menos me morí carreteando. Si me muero mi mamá me mata. Les cagué el viaje a mis amigos. Esto me pasa por curarme en una azotea, siempre supe que el suelo es más seguro. ¡Por la cresta, me caí a un hoyo!, pensé en una fracción de segundo.

Sentía que en cualquier momento comenzaba a escuchar “tini nini tini nini tini nini” y Rod Serling diría “Tenga cuidado donde pisa. Uno nunca sabe cuando puede encontrarse en la dimensión desconocida”. No era la Dimensión Desconocida. Era una azotea sobre el segundo piso de un hostal en Buenos Aires, que había sido el escenario de un tremendo carrete la noche anterior y que a la mañana siguiente parecía ser mi tumba. Tenía 19 años recién cumplidos y decidí que mi vida no podía terminar ahí, en un hoyo y con resaca. Finalmente, dejando las lamentaciones atrás, decidí hacer lo único que se me ocurrió en ese instante: Gritar como condenado.

-¡Ayuda! ¡Sáquenme de acá! ¡Me caí a un hoyo! ¡Soy muy joven para morir! ¡Ayudaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa!- gritaba con todas mis fuerzas, como si de eso dependiera mi vida. De pronto, sentí mi nombre, una voz conocida y risas.

-¡Toño! ¡Toño! ¡Tranquilo! (y risas por montones)- me decía Nicolás mientras su voz se sentía cada vez más cerca- Tranquilo, yo te saco, pero cuando cuente tres tú giras- le entendí entre risas.

-¿Giro?- pregunté desencajado.

- Si poh, gira. Uno, dos, tres…

Continuará…