jueves, 24 de septiembre de 2009

Las azoteas de Buenos Aires (segunda parte)


Como ya saben, el efecto Cromagnon nos había coartado la posibilidad de pasear nuestras humanidades por los rincones bohemios de Buenos Aires, a excepción, claro está, del Kilkenny. Ubicado en la esquina de Marcelo T. de Alvear y calle Reconquista, este bar irlandés era el único lugar que había sobrevivido a la inspección de normas de seguridad y por ende se mantuvo abierto ese verano del 2004, a diferencia de la mayoría de los locales nocturnos que habíamos soñado con conocer.

Kilkenny era el lugar de moda y eso tenía sus consecuencias, pero también sus ventajas. La primera vez que llegamos la cola era interminable y el calor adentro insufrible. Comprar un trago era una odisea de treinta minutos y luego de tres horas de pie, con la gente apretándote, las fuerzas parecían desfallecer. Hasta que una mirada a la derecha te ponía frente a frente con un culo poético, un escote inmoral, una cintura imposible o un rostro de esos que son tan lindos que estoy seguro que les duele la cara. Esas eran las ventajas.

Sin embargo, por esa época yo vivía la primavera de un amor que comenzaba y que iba a durar bastante, por lo que mis ojos estaban atrofiados para tanta belleza. Lo que me hace pensar en la increíble levedad del sentimiento… pero eso es para otro día. Felipe, Javier, Rafael y Nicolás no estaban en mi situación, aunque unos tuvieron más suerte que otros. Como siempre, Felipe fue el mejor exponente de la seducción chilena, extendiendo su fama sobre las fronteras con algunas argentinas, peruanas, gringas y guatemaltecas. Sí, guatemalteca.

Los precios en el Kilkenny no tenían gran diferencia a lo que se paga hoy acá por un ron o una piscola (que allá no existen, claramente, o eso creíamos), bordeando los 10 pesos argentinos. Pero nuestras perspectivas en esa época era muy distintas a lo que son ahora. Tres o cuatro mil pesos en un copete era demasiado para nosotros, considerando que nuestros carretes por esos años se resumían a sentarnos en cajas de cerveza en algún local maloliente de Valparaíso y aprovechar la promoción de 3x1, lo que nos permitía llegar en calidad de bulto a nuestros hogares por menos de tres lucas. ¡Qué bellos tiempos!

Pero esa semana era distinta. Habíamos ahorrado lo suficiente para no morir de hambre y la situación que vivía Argentina por esos días de incipiente reactivación económica nos caía como anillo al dedo. No desayunábamos porque nuestro día comenzaba alrededor de las 4 de la tarde, luego de recuperar el conocimiento, porque a eso no se le puede llamar despertar. Almorzábamos siempre lo mismo, pizza y cerveza, excepto Rafael, que se levantaba escondido para darse un festín en el restaurante de enfrente, mientras nosotros luchábamos como animales por el último pedazo de pizza.

Cuando no íbamos al bar irlandés, el Chachachá era nuestro destino. Algo más parecido a lo que estábamos acostumbrados, este barzucho medio clandesta era oscuro, con algunas luces de neón, una barra improvisada y música a todo volumen. Eso sí, la vista no era la misma, pero el bolsillo lo agradecía.

A pesar de lo que nos ofrecía la fiscalizada bohemia bonaerense, sigo insistiendo que el escenario principal de ese viaje fue la azotea del hostal, donde vi por primera vez a Javier fumarse un cigarro completo, a Felipe unir fuerzas con un potencial ex convicto estadounidense para conquistar a una mina, a Nicolás balbucear el peor inglés que he oído en mi vida y a rafa tocando por horas La fiesta de San Benito mientras a Mateo, nuestro compañero de pieza, se le llenaban los ojos de lágrimas.

Y por su puesto, donde casi perdí la vida por caerme a un hoyo…

Continuará…

viernes, 18 de septiembre de 2009

Las azoteas de Buenos Aires


Esa noche de viernes fue muy parecida a los tres días anteriores. Húmeda, calurosa y donde el panorama más interesante era una azotea a tres cuadras del obelisco más famoso de Latinoamérica. Ya habíamos aceptado el hecho de que nuestras pretensiones hedonistas habían sido frustradas por la incompetencia de las autoridades bonaerenses en cuanto a seguridad se trata, lo que se transformó en una tragedia de magnitudes. Para nosotros, cinco simples amigos adolescentes mutantes, esto significaba que el universo nos odiaba y que todos los locales de Buenos Aires estaban cerrados por no cumplir las normas de seguridad en las salidas de escape.


Pero habíamos planeado tanto tiempo este viaje que nada nos detendría, aunque nada hubiese sido bastante. La primera noche vaciamos el cargamento de cervezas del hostal. Fueron, si mal no recuerdo, más de veinte Quilmes de las que nos hicimos cargo. Llevábamos 23 horas viajando en un bus del terror y el taxista que nos llevó al hostal nos estafó con un billete falso, por lo que veinte Quilmes no eran muchas en ese momento. Esa noche no salimos.

La noche siguiente salimos a corroborar los estragos del caso “Cromagnon”. Llovía a mares, lo que dificultaba aún más nuestra tarea: encontrar un lugar para beber y conocer a nuestros amores de verano. Nos quedamos bajo un toldo hasta que cesó un poco la lluvia y giramos a la derecha, siempre cuidando nuestros pasos para poder volver al hostal.

-Volvamos, no hemos visto nada abierto ni lo veremos- dijo Rafa, ya exhausto con la peregrinación.

-Yo vi un par de gringas en el hostal, no es mala idea- dijo Nicolás, tratando de salvar la noche.

-Puta bengala, puta lluvia, puto taxista- pensaba yo.

-Ahí se oye música, vamos a ver- grito Felipe mientras le brillaban los ojos. Era nuestra última oportunidad.

Era una escalera que daba a un subterráneo y, efectivamente, se escuchaba música. Felipe y Nicolás bajaron casi corriendo, mientras que Rafa, Javier y yo permanecimos un poco escépticos, aunque bajamos de todas formas.

-¿Qué hacen aquí?- Nos dijo con cara de perro una mujer con un vestido embasado al vacío y unos tacos impresionantes. -No pueden estar acá. ¡Váyanse!- y ahora sí corrimos todos.

El local era angosto pero profundo, y ahora que lo pienso, el que no haya tenido algún letrero afuera debió habernos dicho algo. A mano derecha, a los pies de la escalera, había una cabina con ventanales, probablemente para los “clientes VIP”, con más mujeres embasadas al vacío. Por el resto del local, repartidos en las mesas, chinos vestidos de terno y con lentes oscuros y créanme, nadie que ande con lentes oscuros de noche es de fiar. Todos nos miraban con cara de pocos amigos y nuestra huida no se hizo esperar.

-¿Dónde mierda nos metimos?- pregunté entre risas.
-En un prostíbulo- dijo Rafa entre más risas.

-¿Se dieron cuenta que habían puros chinos de terno?- dijo Nicolás, mientras huíamos elegantemente (caminando rápido).

-Estaba rica la mina que nos echó- Felipe dijo lo que todos pensábamos.-Uno de los chinos se metió la mano en la chaqueta y juro que vi una pistola- Ninguno de los demás lo vio, pero Felipe sigue convencido hasta el día de hoy que estuvo cerca de la muerte.

El día anterior nos había dicho que alguien nos venía siguiendo, mientras recorríamos el centro buscando un lugar para cambiar dólares y resultó ser una vieja coja, por lo que esa pistola podría haber sido un lápiz, un celular o simplemente un chino buscando algo en su chaqueta, con lentes oscuros en una casa de putas subterránea.

Finalmente nos reímos del asunto en una fuente de soda, entre cervezas y Malboros (los cigarros más suaves que pudimos encontrar) y esa segunda noche decidimos que la azotea del hostal era un lugar seguro y, como descubriríamos luego, bastante entretenido.

Durante las noches siguientes beberíamos cerveza en calzoncillos bajo una tormenta, David Bowie le iba a escupir en la cara a una gringa, Felipe y Nicolás tendrían romances pasajeros e internacionales y yo despertaría en un hoyo luchando por mi vida y gritando por ayuda. Y es que las azoteas de Buenos Aires tiene ese no se qué…

Continuará…

domingo, 13 de septiembre de 2009

Toque de queda

Lo conocí, pero no lo recuerdo. A parte de una imagen borrosa de él sentado en una mecedora junto a su vieja, todo se resume a las historias que he escuchado de quienes fueron su familia y ahora son la mía. El viejo chico, como le decían por acá, era todo un personaje. Uno de esos que parecen nacidos en otro mundo, del que poco queda ya. Una época perdida, que parió a sus hijos para abandonarlos a su suerte.

Cuando yo aparecía por este planeta, el viejo chico ya no era el de antes. Crió a sus hijos a golpes, como se hacía en esos tiempos, pero ya no podía levantar esa mano que tantas veces cayó sobre su esposa o sus hijos, como le había enseñado su padre que tenía que hacerse. Ahora, el viejo chico ya no estaba en ese lugar dónde lo que había aprendido era útil y normal, y tuvo que aprender de nuevo.

Ya era abuelo y comprendía que dar amor también podía ser normal, por lo que generó un gran lazo con sus nietos, que habían heredado el respeto que su propio padre le profesaba. Ellos cuentan que el viejo chico era un caballero de tomo y lomo, silencioso y que se enojaba bastante cuando la gente decía garabatos. Eso sí, cuando no bebía.

Quizá fue el hecho de sentirse fuera de lugar. Quizá fue la culpa. Quizá fue, simplemente, porque así era en su época, en su mundo, su planeta, sus recuerdos. El viejo chico tomaba y era otro. Se perdía por días y nadie sabía si volvería vivo o tendrían que recogerlo de alguna calle porteña. Volvía cuando se le acababa la plata, para buscar comida o robarse algo para vender y seguir tomando. Se quedaba unos días, quizá meses, y una vez más era el caballero que no decía garabatos.

Durante la dictadura se hizo famoso por el cerro. Había toque de queda y ya no podía andar por ahí como lo hacía antes. Le cerraban las puertas y ventanas con candado y escondían todo, pero el viejo chico era comunista y tenía sed. No había muralla que lo detuviera. Pasaban la noche preocupados, esperando que volviera o que no le pasara nada. De pronto sonaba la puerta y los carabineros lo traían del brazo para devolverlo de donde había escapado. Este ya no era su país, dudaba incluso que fuese su cerro.

Desde esa noche, cuando la calma y el miedo se clavaba en el cielo estrellado y sólo se podía escuchar el resonar de las botas por la calle, quien estuviese despierto podía escuchar un ruido de latas. El viejo chico se subía al techo para ver si podía ver a la distancia el lugar de donde vino. Y con la esperanza de un náufrago que cree ver algo donde se pierde el horizonte sobre el azul del mar, gritaba con todas sus fuerzas… ¡Milicos Culiaos!


jueves, 10 de septiembre de 2009

Cómodo en la comodidad

Se dice "valga la redundancia" cuando realmente no puede decirse de otra forma.
Cuando la frase está estúpidamente construida, no hay redundancia que valga.

lunes, 7 de septiembre de 2009

Los semáforos son divertidos


La noche ya estaba encajada hace rato y los postes sólo alumbraban la ausencia en las calles. Lo único que interrumpía mis pensamientos retorcidos era la radio, que tocaba alguna canción gringa desconocida y llenaba ese siempre incómodo silencio que siento cuando manejo con alguien al lado. El hombrecito del semáforo se vestía de rojo, mientras yo recordaba que en esa esquina había visto al peor malabarista callejero en la historia de este tan trillado oficio. Sentía que la luz no cambiaría nunca, mientras miraba con mi cara más amenazante al hombrecito de verde. De madrugada, los semáforos son interminables, al igual que las malas ideas. Pero así como de noche las leyes del tránsito pierden algo de respeto, las malas ideas pierden algo de malas.

D: ¿Has sentido alguna vez que tu vida es un documental?

A: ¿Qué?, dije mientras quitaba la vista del semáforo. Había escuchado, pero quería ver su cara mientras repetía la pregunta.

D: Que si has sentido que tu vida es como un documental. Que te están grabando. Que alguien lo está viendo.

A: No. Esbocé una sonrisa. Es una idea bastante egocéntrica. Recordé en ese momento una película que se llama Ed tv y que tiene que ver con eso. Un tipo que lo graban día y noche y se vuelve un fenómeno televisivo y termina peleándose con su hermano por una mina. Puro Morbo.

D: Yo sí.

A: Pero me gusta la idea del soundtrack de tu vida. Algo así como que la música que suena en este momento tiene su razón de ser. La canción que sonaba en ese momento era romántica y pensé que haber dicho eso fue una pésima idea.

D: Sí. Esta canción es como para un pre de un encuentro sexual, por ejemplo. (Ahora pensaba que lo que dije no era nada).

Termina la canción y una voz anuncia que la siguiente se llama Just the way you are. Una nota de piano e inmediatamente una voz ronca y profunda demasiado familiar.

A: El guión de este documental es un cliché. Si la anterior era pre sexo, no pueden poner a Barry White después. ¡Cómo no se les ocurre nada mejor!


El semáforo se tiñe de verde y reanudamos nuestro viaje nocturno en silencio y con Barry de fondo. Mientras encendía un cigarro y bajaba la ventana pensaba en que el universo nos había hecho reír por un momento, para demostrarnos que quizá alguien sí nos estaba mirando. Luego pensé que no entendía cómo el señor White se había transformado en el lugar común de las canciones ad-hoc para el sexo y que jamás sería mi opción. No veo nada excitante en la voz ronca y calentona de un hombre gordo y barbón

martes, 1 de septiembre de 2009

Cielos Grises

Tengo pésima memoria y aún peores recuerdos. He tratado de analizarlo y no puedo más que llegar, una y otra vez, a la conclusión que menos me gusta. ¿Cómo es posible que la mayoría de las cosas que hago, digo, escucho y prometo me resulten tan intrascendentes que no quede ni rastro de ellas en mi memoria? Y no es una recriminación moral, porque si olvido las cosas es por algo. Probablemente porque lo que hice, dije, escuché o prometí nunca fue en serio.

Mi preocupación es técnica: la inspiración me llega y por más que aletee y trate de agarrarla con fuerza, se va, se desvanece, se pierde entre mis estrechos y recónditos pasillos mentales, sólo para volver a atacarme después, nuevamente desarmado y sin previo aviso. ¡Qué infinidad de canciones, reef’s, coros, y melodías que se fueron por la cañería de la ducha o se perdieron entre la toalla y el primer calcetín! ¡Cuántas rumas de entradas para este blog se esfumaron entre el camino a casa y algún lugar de la ciudad!

Pero vamos a lo concreto. Ideé una serie de mecanismos (bastante básicos) que funcionan como extensiones de memoria, más conocidos como grabadoras, pizarras, libretas, lápices y últimamente el celular. Escribo un mensaje de texto con la información que quiero cuidar (usualmente letras de canciones de la cuales no sé el nombre) y lo guardo como borrador. Obviamente, olvido que lo guardé y pasan siglos antes que lo recuerde, los vea y busque lo que quiero.

Hace unos días salí a fumarme un cigarro a la puerta de la casa con el Ipod y un cuaderno para repasar unas ideas de mi tesis y porque mi pieza está a dos cajetillas de oler igual que un bar de mala muerte y debido a las pocas ideas me dio por revisar el celular. Tres mensajes guardados, uno familiar y dos que no recordaba. El primero era: La noche/me hace al volver/enloquecer, la letra de una canción de Adamo que quería sacar en la guitarra para cantarle a mi madre. El segundo decía “Wilco” y la cosa comenzaba a ponerse misteriosa. La noche siguiente me enteraría que Wilco era una banda que me había recomendado un amigo y que está re interesante por lo demás.

Pero el tercero me dejó absorto. No recordaba haberlo escrito yo y no tengo idea que hace en mis mensajes guardados como borradores. En ese momento el sol se escondía y los arreboles salían al baile. De pronto, las nubes cubrieron todo y un viento intermitente se llevaba las cenizas de mi segundo cigarro y sacudía las ramas. Sentado en la escala pensé que ese era mi momento favorito del día y en mis orejas sonaba Grey Skies de The Verve cuando comencé a pensar en la teoría del caos, el orden tras desorden aparente. El mensaje decía: Quiero hablar contigo, como dices tú, algún día.

Estoy convencido de que mi vida es un musical, y por ende, más que acompañante, la música es la historia. Debido a esto, cuando algo está sonando y me llama la atención, es señal de que algo va a pasar y créanme que lo he comprobado. Es como si el universo te diera pequeñas señales de que a veces gira entorno a ti. Como el día en que mi tío dejó este aburrido mundo y escuché cinco veces, en lugares distintos, Starman de Bowie. O como ese otro día triste, cuando encontré la que es, probablemente, una de mis canciones favoritas. O como esos otros días, no tan especiales, en los que notas que la canción que suena es la misma de la que conversabas ayer, sin poder acordarte de ni una sola nota.

No tengo cómo saber en qué circunstancias llegó ese mensaje a mis borradores, ni si lo escribí yo o no. Recuerdo que una vez me pidieron el celular y me dejaron otro mensaje de forma intencional en los borradores para que lo leyera después, pero no recuerdo qué decía ni quién fue. Pero creo que no necesito saberlo, sólo así se puede seguir confiando en el universo y su bello desastre, y como dice el mensaje/señal, algún día tendré esa conversación.