viernes, 7 de marzo de 2008

Las tres cajas


A los 82 años sólo se tiene los recuerdos. Las esperanzas ya se han transformado en sueños rotos, ideas absurdas o vagos recuerdos de un tiempo donde todo era distinto y las circunstancias permitían esperar algo más de la vida. Vivir mirando hacia el futuro guarda relación con el cálculo propio de lo que queda por delante; la planificación, a veces más exacta y otras más dispersa, de lo que queremos para nuestro destino. Pero eso déjenselo a los jóvenes. Para los viejos, los recuerdos polvorientos, roídos y desfigurados por la suma de los días son la única baranda de la que se puede tomar la vida. Mejor dicho, es lo único que se permite llevar en la maleta durante el largo viaje de la muerte, que no comienza con la decadente comparsa de los signos vitales, el reposo permanente del flujo sanguíneo o el abandono de toda partícula de oxígeno de los pulmones, sino que representa un proceso que tiene su origen desde el mismo día en que se pone un pie en este mundo.

La vida del viejo Pablo se había reducido a abrir y cerrar cajas de cartón. Guardaba tres de ellas en la parte superior de un closet y las sacaba de vez en cuando de su húmedo y polvoriento refugio para recordar penas y alegrías. Cuando todo lo que quedaba de su vida se redujo a esas cajas, las bajó del closet y las instaló sobre la mesa del comedor, como si fueran adornos que daban vida a ese solitario y abandonado lugar de la casa. El fondo del traslado de las cajas fue simplemente que cada vez se hizo más necesario tenerlas a mano, y a esta altura, cada encuentro con una escalera o algún esfuerzo físico significaba la potencialidad de un accidente, un largo lumbago, un dolor de rodillas o una frustración ante la incapacidad. Además de su casa y su biblioteca personal que había cultivado por tantos años, esas tres cajas eran el tesoro más grande que poseía.

Sumergirse en su contenido era todo un ritual, al igual que sus días, que con el pasar de los años se transformaron en el simple y tedioso preámbulo para el momento de sacar la tapa de cartón. Se levantaba temprano por la mañana e iba en busca del diario, leía todo lo que podía y se fumaba alrededor de diez cigarrillos entre las nueve y las doce del día. Era su forma de castigarse. Sabía que le hacía mal, que la respiración se había vuelto un desafío, que su cuerpo estaba impregnado con el olor del tabaco hecho humo y que, además, gran parte de su dinero se iba en comprar esos veinte asesinos vestidos de blanco. Pero no le importaba, o fingía que no le importaba, porque siempre pensó que era mejor morirse de algo que morirse por nada. Lo usaba para poder tener una excusa para cuando le preguntaran, una vez bajo tierra, por qué su vida terminó siendo tan miserable. Y ahí tenía su respuesta, “el cáncer me mató antes de tiempo, no pude hacer todo lo que quería”. Lo que nadie sabría es que esos anhelos habían muerto hace tiempo y duraron, probablemente lo que dura un cigarrillo, o dos.
N de la R: Vuelvo por estos lados después de mucho tiempo. Tengo hartas cosas que contar y nuevas teorías infundadas e improbables sobre la vida y sus derivados, ajajaja pero no las he puesto en papel todavía. Por ahora, dejo un pedacito de algo que empecé con mucho tiempo libre y muchas ideas en la cabeza. Saludos y abrazos para todos los que pasen.