martes, 30 de junio de 2009

Somos todos miserables


Pablo lo sospechaba hacía mucho tiempo, casi con la sensación de haberlo querido así. Sin embargo, para la gente que lo rodeaba y que logró conocer algo más que su rostro serio y cejijunto pero ligero de sonrisa, era algo imposible. Todos pensaban de él lo mejor y, en realidad, lo merecía. Venía de una familia buena y normal (en la medida de lo posible), no era egoísta y pasaba buenos ratos tratando de robar sonrisas de algún rostro triste o preocupado. Nunca se inquietó por cosas muy banales y siempre estaba dispuesto a escuchar, aunque fuera una conversación tortuosamente aburrida o un drama digno de algún guionista venezolano. Era sin duda lo que podría definirse como un buen tipo. El problema radica en que ser esta clase de hombre está a dos pasos de distancia de ser huevón. Y una cosa es que te consideren buen tipo, pero otra muy distinta es querer serlo, como Pablo.

La vida había sido más que generosa con él. Además de algunas desilusiones amorosas o algún ataque directo al ego, nunca sufrió traspié alguno en el largo y difícil camino de crecer, lo que marcaba fuertemente su personalidad. Despreocupado de todo y un tanto irresponsable, como si todo le fuese a llegar de regalo, en algún momento, cuando se hiciera realmente necesario. No era un tipo que inspirara confianza en si mismo, pero de alguna manera la gente lo envidiaba. Quizás porque se conformaba con poco. Talvez porque tenía más de lo que merecía su esfuerzo. En resumidas cuentas, Pablo era un tipo simple con altas expectativas, ya que la vida fácil -esa que se vive con los padres, en el colegio y la ignorancia- le había puesto la vara demasiado alta.

Se podría decir que uno viene con cierto camino trazado cuando llega a este mundo. Lo interesante es darse cuenta de la increíble capacidad del hombre de torcer su destino y convertirse en un fallido intento de persona. Somos extraordinariamente hábiles para tomar el mal camino, para perder oportunidades y sentarnos sobre nuestra autocompasión a mirar pasar la vida. Pablo era un paradigma de este hecho. Muchas veces los golpes en el camino nos van moldeando hasta convertirnos en desconfiados y amargos seres que pululan por las calles, pero ¿qué pasa cuando es un hecho, un sólo hecho, el que desencadena el largo, vertiginoso e irreparable camino hacia la desilusión por las personas? Es fácil echarle la culpa a alguna situación inesperada o fuera de nuestro control o manipulación, pero la vida es una cadena de acontecimientos hilados por nuestras decisiones, y son éstas las que, al final, nos definen.

La vida siempre es una apuesta al futuro. Nunca sabemos el peso de nuestras decisiones en el momento en que las tomamos. Los fotógrafos dicen que cuando toman la foto perfecta nunca lo saben, porque en el momento de apretar el botón, el lente se cierra y esa imagen sólo será vista a la hora de revelarla. La vida y las decisiones funcionan de la misma forma. Además, todo nuestro referente se traduce a situaciones pasadas, digeridas y masticadas con los dientes de nuestra educación y saboreadas por el paladar de nuestra cultura. Vemos de la forma en que nos enseñaron a ver el mundo. Entonces, es fácil desligarse de toda culpabilidad al ver nuestra vida destrozada, desesperanzada y sin ilusiones. Pero no. Ya lo dije y así lo entendió Pablo. La vida es una serie de acontecimientos concadenados por nuestras decisiones y, cualquiera de ellas que hubiese tomado otro camino significaría una realidad distinta, un presente alternativo y un futuro aún desconocido.

Por lo mismo, no vale la pena comenzar a recoger esa cadena una vez que los dados están echados, pues vivir del pasado no rinde frutos para aquellos que buscan vivir una vida digna. Lo mejor en estos casos es asumir los caminos tomados como si fuesen la diáfana expresión de nuestra voluntad y nuestro raciocinio. Como si alguna vez la razón ejerciera como el eje del comportamiento humano. Aún así, hay que creerlo, mirarnos al espejo y asumir los pasos dados, aunque la desilusión y la miseria espiritual representen el fin de esa caminata. Al fin y al cabo, morir con una sonrisa, con un suspiro de alivio o con la esperanza de que la muerte no será peor que lo anterior es sólo cuestión de suerte. La actitud no importa, porque sumando y restando, de algún modo, somos todos miserables.
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La pintura es de René Magritte y se llama "El maestro de escuela" (1954). Le debo el nuevo nombre del blog también. A él y a Michel.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Toño, tienes mucha razón, muchas veces lamentamos nuestra suerte, como si el mundo se confabulara para obrar en nuestra contra, pero no, los únicos responsables de lo que vivimos somos nosotros y ahí, sin duda, está el mayor desafío, pues el modo de mirar la vida y enfrentarla es una misión titánica para algunos, para mi es la oportunidad de gozar cada instante y enfrentar cada desafío con la mejor cara, ya que de todo, incluso de lo malo, es posible sacar una enseñanza para que no volvamos a tropezar con la misma piedra o por si lo hacemos, duela menos...

Sobre lo de ser huevón o bueno, creo que sólo depende de lo que los demás sacan de uno, una cosa de química o empatía... a veces es preferible hacerse el huevón, uno se enrolla menos y pasa más piola, y qué importa lo que opinen los demás de ti?, mientras seas consecuente y no te traiciones, todo está permitido.

Que bueno que volviste a compartir con el mundo tus reflexiones, cuídate y se feliz.
Saludos!

ToÑo dijo...

se te olvido tu nombre !

saludos !

Anónimo dijo...

No se me olvida... ya pronto lo sabrás... y como dice un cantautor español...

"Nunca dejes de buscarme
la excusa más cobarde
es culpar al destino"