lunes, 19 de octubre de 2009

Las azoteas de Buenos Aires IV: Uno, dos, tres... ¡Gira!


Claramente mi cercanía con la muerte no era fundada. Mi situación real no era en lo absoluto a como la había imaginado mientras gritaba por ayuda y todo se debía a mis amigos, que son excelentes, pero poco criteriosos.

Para explicar el por qué Nicolás me dijo que girara hay que contar lo que pasó la noche anterior, o lo que recuerdo de ella. Ya llevábamos más de una semana en Buenos Aires y teníamos una buena relación con toda la gente del hostal, en su mayoría extranjeros. Nos quedaban pocos días y sabíamos que cada noche había que aprovecharla como si fuera la última. Y así lo hicimos. Nos levantamos tarde, como todos los días. Almorzamos pizza y cerveza, como todos los días. Nos bañamos tarde y nos preparamos para salir de carrete… como todos los días.

No recuerdo donde fuimos esa noche, pero las posibilidades no son amplias. Lo medular es que terminamos en la azotea del hostal y fue, probablemente, la mejor noche de todas. El hostal estaba lleno de europeos y gringos, por lo que me dio la impresión de que éramos la atracción del momento, aunque nosotros nos sintiéramos igual de extranjeros que ellos. Todos conversaban dispersados por el techo. Algunos en francés, otros en inglés o portugués y luego, alcohol de por medio, todos hablábamos el idioma universal.

Felipe y Nicolás se preocupaban de cultivar sus encantos con gringas, alemanas, argentinas, peruanas, guatemaltecas e irlandesas con el idioma internacional de la conquista, porque de inglés, poco y nada. Por otro lado, Rafael ya había tocado todo su repertorio de música latinoamericana con mi guitarra, que fue el sexto pasajero de ese viaje, y que terminó con una cuerda cortada luego de que un francés medio homo tratara de tocarnos una canción de despedida y nos besara en la frente mientras dormíamos. Después de la cuarta versión de La Fiesta de San Benito, que emocionaba a nuestro compañero de cuarto italiano hasta las lágrimas, el repertorio apuntaba a algo más conocido y global, como Creep de Radiohead.

Ahí me di cuenta que nos sabíamos mejor la letra nosotros que los gringos, pero por lo menos podíamos cantar todos juntos. Entre la multitud también estaba David Bowie. Así le decíamos al inglés alto, flaco y rubio que vivía en el altillo del hostal hace meses y que tenía una pinta de asesino en serie inconfundible. Algunas noche antes se había ganado un corte en la ceja al recibir un puñetazo de un gringo que defendió a su conquista de esa noche, luego de que Bowie se pusiera a discutir con ella sobre quizá qué tema y terminara su discurso con un escupo en pleno rostro de la linda gringa. Por eso, esa noche Bowie andaba callado y tranquilito.

Felipe había invitado a una guatemalteca y su amiga peruana a carretear en la terraza ese día. Las había conocido en el Kilkenny. Mientras tanto, Javier y yo le hacíamos los coros a Rafa, guitarreábamos de vez en cuando, conversábamos con algún otro viajero, nos llenábamos de Quilmes o nos reíamos de Nicolás mientras le preguntaba a un israelí con pinta de cadáver de mendigo si en su país había comida. Y así transcurrió esa noche, entre conversaciones intrascendentes, cerveza en cantidades industriales, cigarros exageradamente fuertes, canciones trilladas, intentos de conquistas fallidos y otros más exitosos. En fin, pura buena onda. García-Canclini habría estado orgulloso de nosotros. Eso fue pura hibridación cultural.

La noche ya dejaba de serlo y todo se tornaba de un color azulino cuando la gente comenzó a marcharse, ya fuera a sus piezas o a sus casas, como la conquista centroamericana de Felipe o Xavier, el francés medio homo que hablaba como español y que carreteaba todos los días en el hostal, aunque no se alojara ahí. Lo último que recuerdo de ese día fue ver a Javier declinar de la fiesta por sentirse mal, luego de insistirle en que se fumara un cigarro conmigo (Javier no fuma).

Luego de todo esto desperté al día siguiente en un hoyo que no era hoyo. La verdad es que me quedé dormido en el techo y no supe más de mí hasta que abrí los ojos y no me podía mover.

-¡Toño! ¡Toño! ¡Tranquilo!- me dijo Nicolás- Tranquilo, yo te saco, pero cuando cuente tres tú giras.

-Uno, dos, tres- dijo Nicolás mientras yo contaba mentalmente.

Por mi estado y el de mis amigos, bajarme por la estrecha escalera que unía el segundo piso con la azotea era una tarea imposible, por lo que no se les ocurrió nada mejor que acostarme sobre una alfombra que había debajo de los sillones de la azotea y enrollarme para que el rocío no me mojara y no me resfriara. Estaba enrollado en una alfombra, según mis amigos, el lugar más seguro bajo esas circunstancias.

Sin duda será un viaje que no olvidaremos… o que recordaremos para siempre… lo que podemos recordar.

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