martes, 1 de noviembre de 2011

De ausencia y atardeceres


-¿Sabes qué voy a extrañar de Chile?- me dijo mi hermana mientras me contaba de su visita al que será su nuevo país.

-Los atardeceres, voy a extrañar los atardeceres. En Aracaju no hay atardeceres porque el sol se esconde por el Pacífico. Simplemente, en algún momento, ya no hay sol.

Me sorprendí. Nunca había imaginado que algo tan concreto, consistente y confiable como un atardecer pudiese fallar alguna vez. Porque uno confía en lo que no cambia, en lo que conoce, en lo que se sabe. Y un atardecer es eso. El sol sale y se esconde, se pierde bajo la línea del mar, entre los cerros, allá en el horizonte. Día tras día. Cada uno de ellos.

-Uno no se da cuenta de los privilegios que tiene- fue lo que pude decir.

Luego pensé en lo lindo que debe ser ver un atardecer por primera vez. Y después pensé en que mi hermana podrá, de alguna u otra forma, vivir esa experiencia. Ser conciente de su privilegio una vez que se haya acostumbrado a dejar ir el sol sin despedidas.

Volverá alguna vez con sus crepúsculos silencioso a cuesta y ese día tendrá, quizá como nunca lo ha tenido, un atardecer sólo para ella. Una bienvenida solar. El abrazo de un viejo amigo.

Creo que echar de menos tiene algo que ver con esto. Acostumbrarse a algo es en parte comenzar a olvidarlo. Es borrar los contornos, difuminar los detalles y lo que cae en la costumbre, sea bueno o malo, cae también en la desidia, incluso en la indiferencia.

Cuando uno extraña, la pena inunda e inhabilita, pero de alguna u otra forma, los detalles resaltan, los contornos vuelven, los colores se intensifican. Volvemos a entender el privilegio de ver un atardecer, de esos que vemos día tras día.

Algunos dejan de ver al sol hundirse en la noche, otros dejamos otras maravillas para entenderlas y volver a sonreír con ellas.

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