domingo, 8 de enero de 2012

Una de café y tres de azúcar

Romano se levantó temprano, casi de noche, como todos los días. Mientras se afeitaba con los ojos clavados en el espejo empañado del baño, se repetía una y otra vez: una de café y tres de azúcar, una de café y tres de azúcar, una de café y…

El agua ya estaba hervida. Caminó desnudo por su departamento, irguiendo el pecho y entrando el estómago; tratando, con el optimismo de un condenado a muerte, de verse más alto. Siempre se vestía siguiendo la misma rutina. Primero se ponía los calzoncillos, sorbeteando un café que esa mañana tenía un sabor distinto, más dulce de lo normal. Luego, y con la delicadeza de un relojero, cubría sus pies con los calcetines, acomodando la costura interior sobre el dedo gordo y la costura exterior bajo el dedo pequeño. La camisa, delicadamente estirada, la abotonaba de arriba hacia abajo, dejando el botón del cuello para el final. Después venía el turno de los pantalones, el cinturón bajo la barriga, el nudo de la corbata y finalmente se sentaba sobre la cama para inclinarse sobre los pies y encajarlos en sus zapatos negros y nostálgicos de aquella vez en que fueron elegantes, con suelas que sonaban orgullosas. Las llaves al bolsillo izquierdo y los Derby, junto a los fósforos, al derecho de la chaqueta.

Era algo más temprano de lo habitual cuando salió a la calle, cerró la puerta y caminó al paradero.

-Buenos días muchacho, tanto tiempo sin verlo por acá- le dijo el anciano peluquero, que a esas alturas se había ganado el derecho de decirle muchacho a cualquiera.

-Buenos días Don Samuel, necesito que me lo deje cortito, y que desaparezcan las patillas.

-Siéntate muchacho, es algo temprano para tanto trabajo, déjame ordenar un poco. ¿Cómo va la pega?

-Este lunes asumió el nuevo Rector, nos estamos conociendo. Parece ser un buen tipo.

-Buenos tipos hay por todos lados. Ser un buen rector debe ser un poco más difícil- dijo el peluquero mientras tijereteaba sobre las canas en la cien de Romano.

-¿Y qué podría saber usted de eso?- respondió con una engreída sonrisa.

-Llevo años en esto, muchacho. Mucha gente, de todo tipo, me ha confiado su cabeza y no solamente para que use mis tijeras.

-Por eso no vengo muy seguido, Don Samuel. Recuerde las patillas. Ya no quiero patillas.

Romano decidió irse caminando. Ese día no lo necesitaban temprano. Mientras encendía un cigarrillo, repetía en su mente: una de café y tres de azúcar, una de café y tres de azúcar, una de café y tres de azúcar. Ya eran casi las diez y aún no había recuperado la llave.

Llegó más tarde de lo que había previsto y tocó el timbre echándole un vistazo a su reloj con correa de plástico. Diez para las diez. Tocó el timbre nuevamente y entonces escuchó la sonajera de la chapa.

-Romano, finalmente. Ya iba saliendo- le dijo el hombre, mientras guardaba sus documentos en la solapa de la chaqueta.

-Disculpe señor, tuve que pasar a otra parte antes de venir. Qué bueno que lo encuentro, me encargaron las llaves y supuse que las tenía usted- respondió Romano sin mirarlo a lo ojos y con cierta molestia discreta.

-Sí, me las llevé sin querer. Supongo que fue el inconciente- reconoció el hombre mientras sonreía-. Voy a extrañar esa oficina. Y a usted también, Romano. Lo voy a extrañar a usted también- repitió palmoteando el hombro tenso de Romano.

-Debo irme señor, necesito las llaves. ¿Las tiene por ahí?-. Romano forzaba una mueca algo parecido a una sonrisa.

-Sí claro, déjame ir por ellas. Pasa, no te quedes ahí.

-No gracias, debo irme. Lo espero aquí afuera.

Salieron juntos y el tipo cerró la puerta con llave.

Como era de costumbre, Romano siempre caminaba un paso adelante de su compañía de turno. Cuando era un grupo, se abría paso a hombrazos entre todos y terminaba siendo el perro guía del trineo. Pecho arriba y barriga adentro, Romano se sentía esta vez realmente más alto, aunque sólo sobrepasara por un par de centímetros el hombro de su acompañante.

-Se cortó el pelo, Romano. Nunca se lo había visto tan corto.

-Sí, hay que cambiar de vez en cuando. Además, crece. No hay tanto riesgo. Al fin y al cabo, es pelo.

-Cierto, Romano. Usted no es un hombre de grandes riesgos. Entiendo lo que debe haberle costado esas mechas menos. ¿Quiere que lo lleve a la Universidad? Me queda de paso, suba.

-No, muchas gracias, no se moleste. Debo hacer otros trámites antes.

Romano se quedó parado junto a un árbol viendo el automóvil perderse en una esquina, tres cuadras más arriba. Encendió un cigarrillo, rascó su patilla ya inexistente y se acomodó el cinturón bajo la barriga. Ya estaba en el frontis de la universidad cuando se sorprendió repitiendo una de café y tres de azúcar.

- Todavía no aparece Romano, necesito que lleve unos papeles a la dirección académica- dijo la secretaria mientras escribía en el computador de su escritorio.

-En algo anda, usted sabe que nunca está quieto. Además, con el nuevo jefe, hay mucha pega por estos lados y se lo debe andar ganando. Usted sabes como es- respondió una señora gorda, vestida con una capa azul marino, que sacudía el polvo de los muebles ubicados en el hall de la rectoría y trataba de acomodar las mechas sueltas que se pegaban en su frente.  

-Buenos días-. Romano hacía su entrada con seriedad y la prisa suficiente para no ser interpelado por la secretaria.

-Romano, qué bueno que aparece. Necesito que me lleve estos papeles a…

-Ahora no. Usted sabe que eso no es parte de mi trabajo.

-Usted sabe cómo es, señorita. No se haga mala sangre. Cuando llegó el anterior hacía lo mismo. Corría de un lado para el otro y el señor Morgado lo único que hacía era mandonearlo. Se cree importante y no es más que uno de los nuestros- dijo la gorda mientras Romano entraba en la oficina y ella se arremangaba la capa y pasaba el paño por los vidrios de las ventanas.

-Buenos días, Rector. Ya deberíamos ir saliendo. Hoy tiene una reunión en la facultad de Kinesiología y luego debemos ir a Playa Ancha a inaugurar un jardín infantil. También le traje las llaves del gabinete de su escritorio, el que no pudo abrir ayer y estoy gestionando para que le asignen otro estacionamiento, más cerca que el que tiene.

-Gracias, Romano. La secretaria ya me informó de todo y hoy me dieron el nuevo estacionamiento. ¿Vamos?

-Por supuesto. Aquí le dejo las llaves- Romano se apresuró a abrir la puerta de la oficina.

-Antes de irnos, ¿puede ir a dejar los papeles que tiene Gloria sobre el escritorio a la Dirección Académica? Aún tenemos tiempo.

-Claro. Encantado. No me demoro nada. Espéreme en la puerta y vuelvo con el auto.

Romano hinchó el pecho y se acomodó el cinturón nuevamente. Como un gallo desplumado que no pierde jerarquía, tomó los papeles y caminó a trancos hasta la Dirección Académica sin decir una palabra. Volvió al estacionamiento y le pasó un paño al automóvil. Se subió y sintonizó la radio en la 88.1 y se dirigió hasta la puerta de la Facultad.

-Le tengo puestas las noticias.

-Qué amable de tu parte. En mi casa me retan cuando ando con las noticias puestas en el auto- explicó el rector, mientras se acomodaba en el asiento trasero del vehículo.

-A mi también me gusta escuchar noticias, me gusta ser un hombre informado- dijo Romano, mientras miraba hacia ambos lados de la calle y asomaba la nariz del automóvil-. Dentro de un auto no se puede tener un buen panorama del país, por eso escucho las noticias. Estar informado es importante para mí porque no…   

-¿Aló? Sí, voy en camino a una reunión, pero cuéntame… ¿A las siete? Creo que puedo llegar. Te llamo cuando me desocupe… ¡Ah, que maravilla! ¿La sinfónica nacional? ¿El Arte de la Fuga? Me encanta Bach… Sí, te paso a buscar. Ahora voy con Romano, pero tengo el auto en la facultad… Romano, mi chofer… Está bien. Nos vemos a las siete. Adiós.

El celular interrumpió la conversación y Romano decidió no insistir sobre ella.

-Llegamos. Lo espero acá, señor.

-Gracias Romano, es usted muy amable. Te cortaste el pelo. Pareces un uniformado. Intimidarías a cualquiera.

-¿No le gustan los uniformados, Rector?

-No mucho, en otras épocas les decíamos “milicos”. Además, me gustaban tus patillas. También me recordaron otras épocas. Vuelvo en un par de horas. No me esperes, te llamo cuando me desocupe.

-Está bien, señor.- Romano dejó el automóvil estacionado y salió de la Facultad de Kinesiología. Encendió un cigarrillo y caminó un par de cuadras. No tenía mucho más que hacer.

-¿Cómo le fue, señor?

-Bien, estas reuniones no son muy entretenidas. Vamos a Playa Ancha. Mejor me cuenta qué hizo usted.

-No mucho, Señor. Compré un par de cosas y quemé un poco de humo.

-¿Usted lee, Romano?

-Cuando algo cae en mis manos, señor. En la universidad leo el diario cuando lo encuentro.

-Me refería a literatura. Leer sólo noticias puede deprimir a cualquiera. Te voy a pasar algunos libros. Al fin y al cabo, es por mi culpa que pasas el día esperando.

-Gracias, señor. De todas formas no me molesta. Es mi trabajo.

-Exacto, Romano. Es sólo tu trabajo. 

A las seis de la tarde Romano había guardado el automóvil luego de lavarlo y encerarlo por dentro. También había llevado una impresora al servicio técnico, dejado unos papeles en secretaría y había pasado a comprar unos zapatos nuevos.

-Permiso, señor. ¿Necesita algo? La impresora la tienen para mañana y los papeles ya fueron entregados.

-No, Romano. Debo firmar unos documentos y ya me voy. ¿Te puedo pedir un café antes de que te vayas?

-Por supuesto. Una de café y tres de azúcar. ¿Cierto?

- Qué buena memoria que tiene usted. Pero agrégale un poco de agua fría. No la sirvas hasta el tope con agua hirviendo. Muchas gracias, Romano.

-Una de café, tres de azúcar y un poco de agua fría. Cómo no, señor.

A las siete y media Romano ponía las llaves en la puerta de su casa. Prendió el último cigarrillo de su cajetilla y dejó una nueva sobre la mesa, junto a los fósforos que guardaba en el bolsillo derecho de su chaqueta. Encendió la luz del living y tomó una bolsa que reposaba arrimada a los cigarrillos. Se sentó sobre el brazo del sillón y sacó un disco compacto que compró mientras esperaba al decano fuera de la Facultad de Kinesiología.

Se sacó la corbata, colgó la chaqueta y los pantalones y planchó la camisa que llevaba puesta. Dejó los zapatos nuevos frente al velador de su cama y se sentó en el living, con la luz apagada, a fumar el último cigarro del día.

Encendió la radio y el noticiario inundaba el espacio iluminado por un farol amarillo que se asomaba entre las cortinas. Apretó el botón “CD” y se recostó sobre los cojines. Mientras miraba sus zapatos viejos como quién mira algo que no pertenece al lugar donde reposa, los acordes de piano comenzaban su fuga clásica. A la mañana siguiente, Romano estaba frente al espejo empañado del baño, repitiéndose una y otra vez: una de café, tres de azúcar y un poco de agua fría. Había decidido dejarse crecer las patillas. 

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